martes, 14 de mayo de 2013

El primer encuentro entre El Salustio y El Trúbico


El primer encuentro entre El Salustio y Rodrigo Cárdenas, conocido como “El Trúbico”, se produjo a la altura de San Carlos, rumbo al sur. Venían caminando en sentido contrario. Mi padre iba con una bandera en alto. Movilizaba la caminata de unos dos mil quinientos obreros en busca de trabajo, con sus herramientas al hombro, con sus mujeres, cacerolas, banquetas, fiambreras, bacinicas, hijos, abuelos y colchones. Una firme nube gris y polvorienta, envolvía a los sin trabajo que avanzaban gritando, cantando, empujando las carretas arrastradas por bueyes y caballos de cartón,  los paquetes de vituallas, las máquinas de coser portando los coladores, martillos y adornos de yeso (casi siempre ángeles en actitud voladora y los ojos en blanco) que se iban quebrando con las sacudidas y vaivenes del viaje. Los carromatos iban cubiertos con una carpa de cuero de vacuno, sujeta sobre arcos de madera levantados en semicírculos cerca de las ruedas para proteger a los más ancianos, las criaturas y los enfermos. El Trúbico (conocido con ese sobrenombre porque tenía los ojos mirando para lados distintos, al extremo que podía hacer desaparecer el izquierdo por un buen rato dejando la pupila en blanco como si lo colocara en órbita y luego la hacía aparecer de repente como disparados con una honda). Era un hombre porfiado que siempre luchó contra la corriente, de ahí su carácter contradictorio porque se oponía contra todo en cualquier circunstancia y bastaba que alguien dijera negro para que desmintiera esta aseveración asegurando que era blanco, o domingo en vez de viernes, o queso en vez de jabón, o sal a cambio de azúcar. Lo que para otros era una persona flaca, él la consideraba extremadamente gorda y lo mismo le ocurría con las mujeres bien parecidas que calificaba de inmediato de horrorosas, dignas de trabajar en un circo como fenómenos. Esta actitud se fue exagerando con el tiempo cuando empezó a arremeter contra los reglamentos del tránsito –que ya existían en esa época-, los pecados capitales que afectaban a los creyentes, las leyes sociales y el criterio político imperante en el país. El Trúbico aseguraba  con obstinación que los militantes de las organizaciones de izquierda debían hacerlo en los partidos de derecha o al revés, haciendo gala de una ceguera un tanto absurda que más tarde tendría trágicas consecuencias en su vida.  Tenía anotados en un cuaderno los reglamentos de lo que sería un partido único en el cual él sería el único militante con su cotización al día. Había llegado en sus largas noches de desvelo a dibujar el estandarte y los puntos básicos por los cuales debería luchar en beneficio de sus semejantes, pero completamente solo. Después de que anunciara la puesta en marcha de su organización,  él fue su único orador en una plaza desierta. Había ido perdiendo la fe en sus semejantes y daba la impresión de que ni siquiera creía en él mismo y cada día aumentaba su aislamiento y escepticismo burlón, en especial con las mujeres a las que dividía en putísimas y putas a medias. Se sentía incómodo en este mundo, fastidiado del sol, de la torpeza de las nubes y hasta de las sonrisas de los niños, por eso había inventado un número artístico que él mismo había bautizado como “El gallo bailarín” lo que le permitía ganarse la vida en forma independiente, sin depender de horarios o jefes. Se diría que formaba una isla con su gallo sin importarles el resto del mundo y luego gastarse las monedas que le lanzaban los espectadores en su tongo de hule negro. Pero también con el animalito tenía problemas de relación que se agravaron cuando tuvo que hacer un viaje largo  dejándolo encargado en el gallinero de una vecina. Ella sabiendo que el ave tenía un carácter irascible, tomó la decisión práctica y lo dejó guardado en el sótano de su casa y le tiraba desde el primer piso los puñados de maíz necesarios. Cuando El Trúbico recuperó su gallo comprobó que el ave le guardaba un implacable resentimiento –y así se lo dijo- por haber perdido el sentido del tiempo durante el encierro del que fue víctima. Y cuando sospechaba que era de noche, un sol esplendoroso aparecía entre los pliegues de su cresta amoratada, cacareando a deshora, produciendo un gran desorden, porque era el único despertador que existía en el pueblo. Muchos perdieron sus trabajos cuando lo escuchaban cacarear a las cuatros de la tarde en vez de a las seis de la madrugada o a las once de la noche o al mediodía. Nadie volvió a saber el día en que estaba ni qué hora era, aunque El Trúbico trató de convencer al gallo para que regulara su mecanismo y cantara como antaño cuando la luz de la mañana estaba por nacer, el ave no aceptó nunca ese agravio y llegó al extremo de anunciar que estaba dispuesto a entrar a un convento y tomar los hábitos considerando que había recibido la última de las ofensas. Entonces El Trúbico dio su brazo a torcer y le dijo que sería el artista más famoso de la zona y le empezó a enseñar a bailar cueca con zapateo: vueltas y revueltas que después harían delirar a los espectadores porque parecía una persona de verdad aunque de más baja estatura. Poco a poco, El Trúbico lo fue acostumbrando al calor de las brasas que ponía debajo de las latas que le servían de escenario y entonces siguiendo el ritmo del vals de la vitrola –y para no quemarse- saltaba de un lado para otro para culminar el baile con un tripe salto mortal. Una anciana le gritó: -Esa cuestión de hacer bailar el animalito con las patas caldeadas es más vieja que mear de pie. Y sin mayores palabras, le pegó una patada a la lata dejando al aire los encendidos tizones de carbón. Los espectadores se enfurecieron y uno de los más exaltados tomó al artista bailarín y le retorció el cogote pidiendo la devolución de las monedas que habían entregado para presenciar el espectáculo. El Salustio, experto en la solución de este tipo de conflictos, le dijo a la concurrencia:
-Aquí no nos queda otro remedio que hacer una cazuela con el animalito. Están todos invitados.
Uno de los caminantes fue a buscar una olleta y junto con las mujeres empezaron a preparar con las presas, aunque como todo buen artista vino a resultar un poco nervioso, es decir, bastante duro. Al final de la comilona el Trúbico se derrumbó porque tuvo la sensación de haber quedado con las manos vacías considerando que el gallo había sido su única herramienta de trabajo. Había sido él quien le permitió conocer todo Chile a pie haciendo su numerito metido en la propia isla de sus pensamientos y sin permitir que nadie le preguntara cómo se llamaba, quién era, de dónde venía y para dónde iba, consultas para las cuales no tenía una respuesta. Fue entonces cuando se acercaron al primer bar que encontraron en el camino y acordaron asociarse, en trabajar juntos sin tener ningún negocio en perspectivas aunque entre la lista de posibilidades que le iba inventando El Salustio, El Trúbico encontró que el más práctico de todos sería dedicarse a lavar fudres vacíos de vino. Al fondo de los inmensos toneles que sirven para guardar entre cinco y seis mil litros, queda después que son vaciados, una gruesa costra que los expertos llaman “la costra del vino”. Los viñateros tienen que contratar obreros especializados para que con picotas y chuzos levanten los costrones en baldes que son elevados a la superficie corriendo el riesgo de morir con las emanaciones secas del blanco y del tinto. Son pocos los expertos que corren este riesgo, pero El Salustio y El Trúbico llegaron con un escobillón al hombro dispuestos a hacer el trabajo o como si solo se  hubieran dedicado a esa actividad toda su vida. Bajaron hasta el fondo del tonel por medio de una escalerilla de cordel y pronto iniciaron su actividad en medio de un fino morado que les empezó a llenar los ojos y recubrir el pelo.
-Ni que estuviéramos estudiando para obispos, comentó El Salustio con entusiasmo, picando la costra con la picota.
-Esto es el colmo, le dijo El Trúbico, estar tomando vino en polvo. Esta parece una maldición gitana.
-Yo soy quemado en la vida, confesó El Salustio. A mí no me resultan las cosas. Se me acumulan puras cosas que no resultan, confirmó.
-Usted dice que si pone una fábrica para hacer gorros para guaguas las criaturas empiezan a salir sin cabeza.
-Eso mismo. Y cuando se me ocurrió fabricar volantines se fue el viento de la tierra.
-Es decir, le resultan las cosas, pero en sentido contrario a lo que usted espera.
-Después se me ocurrió fabricar ataúdes y nunca más nadie se murió en el pueblo. Me compraban los féretros para usarlos como trinche o como para banqueta.
-Pero ahora parece que le vamos a pegar el palo al gato, dijo El Trúbico con una voz que daba confianza. Hay que respirar cortito para que el vino no se nos meta en los pulmones. A muchos los han sacado como si fueran de palo: tiesos. Esa es la dificultad que tiene esta pega.
-Usted no cree que si subiéramos a buscar un balde de agua y se lo echamos a las costras a lo mejor hasta podía resultar un trago fuerte como ese que toman los ricos.
-Muchos han hecho ese experimento, pero la borra no combina con nada y menos con agua. Dicen que es mejor tomar pájaro verde que esa mezcla que usted dice.
-Entonces es más fuerte que el alcohol de quemar cortado con su pinta de limón y azúcar.
-Dicen que es peor que echarle pólvora. Era ese el trago que le daban a los soldados cuando les dieron la orden de tomarse el Morro de Arica en la Guerra del Pacífico. Lo malo es que después se acostumbraron y se servían el líquido adentro del caño de los arcabuces.
-Hay que tener buen declive para despacharse un trago con pólvora. Pero debe ser cuestión que se ponga de moda.
-Lo malo es que muchos de los consumidores, cuando llegaron a la cumbre del cerro, estallaron. O salían disparados cuando estaban durmiendo, como esos artistas de los circos que los disparan con cañón.
A la media tarde terminaron la maniobra como espantapájaros con solo los ojos marcados cuando hablaban. Treparon por la escalerilla con la boca tan seca que casi no podían hablar.
Como perros recién bañados se estremecieron para sacarse el polvo de encima golpeándose el pecho y revolviéndose el pelo.
De pronto El Trúbico aumentó el tamaño de su oreja abriendo una de sus manos sobre el oído.
-Aquí cerca, habló en voz baja, escucho el gorgotear de un tonel lleno.       
-Qué le hace el agua al pescado -El Salustio tomó la iniciativa al vuelo-. Usted dijo con fingida indiferencia que podríamos acercarnos hasta el barril para salir de la curiosidad.
-Mi oído me dice que está lleno hasta el tope. Cómo estará de bueno que llega a silbar. Despacito, eso sí.
Los hombrecitos volvieron a repetir el trabajo de enganchar la escalerilla de cordel, pero esta vez en el borde de otro tonel. Existe una superstición, dijo El Trúbico. Si es que vamos a tomarnos un trago en el tonel tenemos que subir como Dios nos echó al mundo.
-¿En pelotas?, preguntó El Salustio sin entusiasmarse con la idea.
-Tal cual. Es un reglamento que existe entre los curados. Son como las leyes del tránsito, agregó El Trúbico sin mayores comentarios.
Dejaron los atados de ropas que comenzaron a trepar. El vino llegaba a la parte más alta de la superficie.
-Y es tintín, confirmó El Salustio como si estuviera viendo un mar de oro. Aquí no hay necesidad, agregó, de usar un sacacorchos.
-Eso en primer lugar, lo estimuló el Trúbico, mientras se lanzaba de cabeza al inmenso charco morado, ¿usted sabe nadar? Le consultó al Salustio.
-Solo a lo perro.
-No importa. Pero es mejor que nos quedemos de espalda, con la cara al sol. La persona flota en el vino sin saber nadar.
-A lo mejor ya le echaron pólvora, observó El Salustio con timidez.
Los dos hombres quedaron flotando de espaldas moviendo pies y manos y torcieron la cabeza cada vez que querían servirse un sorbo.
-Usted ha calculado, le preguntó El Trúbico a El Salustio, ¿cuánto nos demoraríamos en tomarnos los cinco mil litros del fudre?
-¿Y cuál es el apuro? Empezaron a hacer recuerdos entre sorbo y sorbo dejándose llevar por la ensoñación que les iba produciendo el vino.
-Tomamos y tomamos, le ponemos duro entre pera y bigote, pero no baja el nivel, observó El Trúbico.
-Yo creo que no tenemos que ponernos nerviosos. De aquí nadie nos va a venir a echar y además este bar puede estar abierto día y noche.
-Y domingos y festivos, agregó El Trúbico ensayando un sorbo más ruidoso y alegre. A mí me come la curiosidad por ir a echar un “luqui” a las profundidades. Quiero salir de la curiosidad, agregó como pidiendo autorización para zambullirse.
El Salustio quedó solo mirando caer el débil sol de la tarde como si alguien lo llevara en andas, como si alguien lo arrastrara a vivir en medio de tanta tibieza y alegría de seguir flotando, a la deriva, bordeando la orilla del vino y todos los mundos del mundo, saludando a la gente que parecía estar sacando oro de una bolsa escuchando una música pegajosa metida en el oído. Se le ocurrió pensar en la muerte porque ojalá fuera así tan blandita y sin dolor, como un favor que le hacen a alguien, como los niños cuando saltando por una acera llevados de la mano por el abuelo y éste le compra un cucurucho de azúcar de algodón y luego van al zoológico a ver los monos, el cocodrilo alemán, los tigres bostezando o sentir que el vino le entraba por un oído y le salía por otro, por los poros, por todas partes y recordó risueñamente que las vacas se morían cuando las obligaban a nadar para cruzar los ríos y les entraba agua por el culo. Morían por ahí y por eso había que ponerles un corcho inmenso como precaución para que alcanzaran sin contratiempos la otra orilla. Recordó también algún barquito de papel cabeceando en la infancia sobre el agua sucia de las acequias y tomó el sorbo más largo de la tarde.
-La encontré, llegó repitiendo El Trúbico. Era ella en persona. Mi mamá. Junto a su máquina de coser como lo había querido toda su vida. Estaba igualita y nos saludamos un poco con lentitud por culpa del vino que nos separaba y ella me perdonó por todo lo que le había hecho cuando fui niño. Y nos pusimos a conversar y le dimos curso a la sin hueso y después desapareció en medio de las burbujas, como un ánima.

   

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