El primer encuentro entre El Salustio y Rodrigo
Cárdenas, conocido como “El Trúbico”, se produjo a la altura de San Carlos, rumbo
al sur. Venían caminando en sentido contrario. Mi padre iba con una bandera en
alto. Movilizaba la caminata de unos dos mil quinientos obreros en busca de
trabajo, con sus herramientas al hombro, con sus mujeres, cacerolas, banquetas,
fiambreras, bacinicas, hijos, abuelos y colchones. Una firme nube
gris y polvorienta, envolvía a los sin trabajo que avanzaban gritando, cantando,
empujando las carretas arrastradas por bueyes y caballos de cartón, los paquetes de vituallas, las máquinas de
coser portando los coladores, martillos y adornos de yeso (casi siempre ángeles
en actitud voladora y los ojos en blanco) que se iban quebrando con las
sacudidas y vaivenes del viaje. Los carromatos iban cubiertos con una carpa de
cuero de vacuno, sujeta sobre arcos de madera levantados en semicírculos cerca
de las ruedas para proteger a los más ancianos, las criaturas y los enfermos.
El Trúbico (conocido con ese sobrenombre porque tenía los ojos mirando para
lados distintos, al extremo que podía hacer desaparecer el izquierdo por un
buen rato dejando la pupila en blanco como si lo colocara en órbita y luego la
hacía aparecer de repente como disparados con una honda). Era un hombre
porfiado que siempre luchó contra la corriente, de ahí su carácter
contradictorio porque se oponía contra todo en cualquier circunstancia y
bastaba que alguien dijera negro para que desmintiera esta aseveración asegurando
que era blanco, o domingo en vez de viernes, o queso en vez de jabón, o sal a
cambio de azúcar. Lo que para otros era una persona flaca, él la consideraba
extremadamente gorda y lo mismo le ocurría con las mujeres bien parecidas que
calificaba de inmediato de horrorosas, dignas de trabajar en un circo como
fenómenos. Esta actitud se fue exagerando con el tiempo cuando empezó a arremeter
contra los reglamentos del tránsito –que ya existían en esa época-, los pecados
capitales que afectaban a los creyentes, las leyes sociales y el criterio
político imperante en el país. El Trúbico aseguraba con obstinación que los militantes de las
organizaciones de izquierda debían hacerlo en los partidos de derecha o al
revés, haciendo gala de una ceguera un tanto absurda que más tarde tendría
trágicas consecuencias en su vida. Tenía
anotados en un cuaderno los reglamentos de lo que sería un partido único en el
cual él sería el único militante con su cotización al día. Había llegado en sus
largas noches de desvelo a dibujar el estandarte y los puntos básicos por los
cuales debería luchar en beneficio de sus semejantes, pero completamente solo.
Después de que anunciara la puesta en marcha de su organización, él fue su único orador en una plaza desierta.
Había ido perdiendo la fe en sus semejantes y daba la impresión de que ni
siquiera creía en él mismo y cada día aumentaba su aislamiento y escepticismo burlón, en especial con las mujeres a las que dividía en putísimas y putas a
medias. Se sentía incómodo en este mundo, fastidiado del sol, de la torpeza de
las nubes y hasta de las sonrisas de los niños, por eso había inventado un
número artístico que él mismo había bautizado como “El gallo bailarín” lo que
le permitía ganarse la vida en forma independiente, sin depender de horarios o
jefes. Se diría que formaba una isla con su gallo sin importarles el resto del
mundo y luego gastarse las monedas que le lanzaban los espectadores en su tongo
de hule negro. Pero también con el animalito tenía problemas de relación que se
agravaron cuando tuvo que hacer un viaje largo
dejándolo encargado en el gallinero de una vecina. Ella sabiendo que el
ave tenía un carácter irascible, tomó la decisión práctica y lo dejó guardado
en el sótano de su casa y le tiraba desde el primer piso los puñados de maíz
necesarios. Cuando El Trúbico recuperó su gallo comprobó que el ave le guardaba
un implacable resentimiento –y así se lo dijo- por haber perdido el sentido del
tiempo durante el encierro del que fue víctima. Y cuando sospechaba que era de
noche, un sol esplendoroso aparecía entre los pliegues de su cresta amoratada,
cacareando a deshora, produciendo un gran desorden, porque era el único
despertador que existía en el pueblo. Muchos perdieron sus trabajos cuando lo
escuchaban cacarear a las cuatros de la tarde en vez de a las seis de la
madrugada o a las once de la noche o al mediodía. Nadie volvió a saber el día
en que estaba ni qué hora era, aunque El Trúbico trató de convencer al gallo
para que regulara su mecanismo y cantara como antaño cuando la luz de la mañana
estaba por nacer, el ave no aceptó nunca ese agravio y llegó al extremo de
anunciar que estaba dispuesto a entrar a un convento y tomar los hábitos considerando
que había recibido la última de las ofensas. Entonces El Trúbico dio su brazo a
torcer y le dijo que sería el artista más famoso de la zona y le empezó a
enseñar a bailar cueca con zapateo: vueltas y revueltas que después harían
delirar a los espectadores porque parecía una persona de verdad aunque de más
baja estatura. Poco a poco, El Trúbico lo fue acostumbrando al calor de las
brasas que ponía debajo de las latas que le servían de escenario y entonces
siguiendo el ritmo del vals de la vitrola –y para no quemarse- saltaba de un
lado para otro para culminar el baile con un tripe salto mortal. Una anciana le
gritó: -Esa cuestión de hacer bailar el animalito con las patas caldeadas es
más vieja que mear de pie. Y sin mayores palabras, le pegó una patada a la lata
dejando al aire los encendidos tizones de carbón. Los espectadores se
enfurecieron y uno de los más exaltados tomó al artista bailarín y le retorció
el cogote pidiendo la devolución de las monedas que habían entregado para
presenciar el espectáculo. El Salustio, experto en la solución de este tipo de
conflictos, le dijo a la concurrencia:
-Aquí no nos queda otro remedio que hacer una
cazuela con el animalito. Están todos invitados.
Uno de los caminantes fue a buscar una olleta y
junto con las mujeres empezaron a preparar con las presas, aunque como todo
buen artista vino a resultar un poco nervioso, es decir, bastante duro. Al
final de la comilona el Trúbico se derrumbó porque tuvo la sensación de haber
quedado con las manos vacías considerando que el gallo había sido su única
herramienta de trabajo. Había sido él quien le permitió conocer todo Chile a
pie haciendo su numerito metido en la propia isla de sus pensamientos y sin
permitir que nadie le preguntara cómo se llamaba, quién era, de dónde venía y
para dónde iba, consultas para las cuales no tenía una respuesta. Fue entonces
cuando se acercaron al primer bar que encontraron en el camino y acordaron
asociarse, en trabajar juntos sin tener ningún negocio en perspectivas aunque entre
la lista de posibilidades que le iba inventando El Salustio, El Trúbico
encontró que el más práctico de todos sería dedicarse a lavar fudres vacíos de
vino. Al fondo de los inmensos toneles que sirven para guardar entre cinco y
seis mil litros, queda después que son vaciados, una gruesa costra que los
expertos llaman “la costra del vino”. Los viñateros tienen que contratar
obreros especializados para que con picotas y chuzos levanten los costrones en
baldes que son elevados a la superficie corriendo el riesgo de morir con las
emanaciones secas del blanco y del tinto. Son pocos los expertos que corren
este riesgo, pero El Salustio y El Trúbico llegaron con un escobillón al hombro
dispuestos a hacer el trabajo o como si solo se
hubieran dedicado a esa actividad toda su vida. Bajaron hasta el fondo
del tonel por medio de una escalerilla de cordel y pronto iniciaron su
actividad en medio de un fino morado que les empezó a llenar los ojos y
recubrir el pelo.
-Ni que estuviéramos estudiando para obispos,
comentó El Salustio con entusiasmo, picando la costra con la picota.
-Esto es el colmo, le dijo El Trúbico, estar
tomando vino en polvo. Esta parece una maldición gitana.
-Yo soy quemado en la vida, confesó El
Salustio. A mí no me resultan las cosas. Se me acumulan puras cosas que no
resultan, confirmó.
-Usted dice que si pone una fábrica para hacer
gorros para guaguas las criaturas empiezan a salir sin cabeza.
-Eso mismo. Y cuando se me ocurrió fabricar
volantines se fue el viento de la tierra.
-Es decir, le resultan las cosas, pero en
sentido contrario a lo que usted espera.
-Después se me ocurrió fabricar ataúdes y nunca
más nadie se murió en el pueblo. Me compraban los féretros para usarlos como
trinche o como para banqueta.
-Pero ahora parece que le vamos a pegar el palo
al gato, dijo El Trúbico con una voz que daba confianza. Hay que respirar cortito
para que el vino no se nos meta en los pulmones. A muchos los han sacado como
si fueran de palo: tiesos. Esa es la dificultad que tiene esta pega.
-Usted no cree que si subiéramos a buscar un
balde de agua y se lo echamos a las costras a lo mejor hasta podía resultar un
trago fuerte como ese que toman los ricos.
-Muchos han hecho ese experimento, pero la
borra no combina con nada y menos con agua. Dicen que es mejor tomar pájaro
verde que esa mezcla que usted dice.
-Entonces es más fuerte que el alcohol de
quemar cortado con su pinta de limón y azúcar.
-Dicen que es peor que echarle pólvora. Era ese
el trago que le daban a los soldados cuando les dieron la orden de tomarse el
Morro de Arica en la Guerra del Pacífico. Lo malo es que después se acostumbraron
y se servían el líquido adentro del caño de los arcabuces.
-Hay que tener buen declive para despacharse un
trago con pólvora. Pero debe ser cuestión que se ponga de moda.
-Lo malo es que muchos de los consumidores,
cuando llegaron a la cumbre del cerro, estallaron. O salían disparados cuando
estaban durmiendo, como esos artistas de los circos que los disparan con cañón.
A la media tarde terminaron la maniobra como
espantapájaros con solo los ojos marcados cuando hablaban. Treparon por la
escalerilla con la boca tan seca que casi no podían hablar.
Como perros recién bañados se estremecieron
para sacarse el polvo de encima golpeándose el pecho y revolviéndose el pelo.
De pronto El Trúbico aumentó el tamaño de su
oreja abriendo una de sus manos sobre el oído.
-Aquí cerca, habló en voz baja, escucho el
gorgotear de un tonel lleno.
-Qué le hace el agua al pescado -El Salustio
tomó la iniciativa al vuelo-. Usted dijo con fingida indiferencia que podríamos
acercarnos hasta el barril para salir de la curiosidad.
-Mi oído me dice que está lleno hasta el tope.
Cómo estará de bueno que llega a silbar. Despacito, eso sí.
Los hombrecitos volvieron a repetir el trabajo
de enganchar la escalerilla de cordel, pero esta vez en el borde de otro tonel.
Existe una superstición, dijo El Trúbico. Si es que vamos a tomarnos un trago
en el tonel tenemos que subir como Dios nos echó al mundo.
-¿En pelotas?, preguntó El Salustio sin
entusiasmarse con la idea.
-Tal cual. Es un reglamento que existe entre
los curados. Son como las leyes del tránsito, agregó El Trúbico sin mayores
comentarios.
Dejaron los atados de ropas que comenzaron a
trepar. El vino llegaba a la parte más alta de la superficie.
-Y es tintín, confirmó El Salustio como si
estuviera viendo un mar de oro. Aquí no hay necesidad, agregó, de usar un
sacacorchos.
-Eso en primer lugar, lo estimuló el Trúbico,
mientras se lanzaba de cabeza al inmenso charco morado, ¿usted sabe nadar? Le
consultó al Salustio.
-Solo a lo perro.
-No importa. Pero es mejor que nos quedemos de
espalda, con la cara al sol. La persona flota en el vino sin saber nadar.
-A lo mejor ya le echaron pólvora, observó El
Salustio con timidez.
Los dos hombres quedaron flotando de espaldas
moviendo pies y manos y torcieron la cabeza cada vez que querían servirse un
sorbo.
-Usted ha calculado, le preguntó El Trúbico a
El Salustio, ¿cuánto nos demoraríamos en tomarnos los cinco mil litros del
fudre?
-¿Y cuál es el apuro? Empezaron a hacer
recuerdos entre sorbo y sorbo dejándose llevar por la ensoñación que les iba
produciendo el vino.
-Tomamos y tomamos, le ponemos duro entre pera
y bigote, pero no baja el nivel, observó El Trúbico.
-Yo creo que no tenemos que ponernos nerviosos.
De aquí nadie nos va a venir a echar y además este bar puede estar abierto día
y noche.
-Y domingos y festivos, agregó El Trúbico
ensayando un sorbo más ruidoso y alegre. A mí me come la curiosidad por ir a
echar un “luqui” a las profundidades. Quiero salir de la curiosidad, agregó
como pidiendo autorización para zambullirse.
El Salustio quedó solo mirando caer el débil
sol de la tarde como si alguien lo llevara en andas, como si alguien lo
arrastrara a vivir en medio de tanta tibieza y alegría de seguir flotando, a la
deriva, bordeando la orilla del vino y todos los mundos del mundo, saludando a
la gente que parecía estar sacando oro de una bolsa escuchando una música
pegajosa metida en el oído. Se le ocurrió pensar en la muerte porque ojalá
fuera así tan blandita y sin dolor, como un favor que le hacen a alguien, como
los niños cuando saltando por una acera llevados de la mano por el abuelo y
éste le compra un cucurucho de azúcar de algodón y luego van al zoológico a ver
los monos, el cocodrilo alemán, los tigres bostezando o sentir que el vino le
entraba por un oído y le salía por otro, por los poros, por todas partes y
recordó risueñamente que las vacas se morían cuando las obligaban a nadar para
cruzar los ríos y les entraba agua por el culo. Morían por ahí y por eso había
que ponerles un corcho inmenso como precaución para que alcanzaran sin
contratiempos la otra orilla. Recordó también algún barquito de papel
cabeceando en la infancia sobre el agua sucia de las acequias y tomó el sorbo
más largo de la tarde.
-La encontré, llegó repitiendo El Trúbico. Era
ella en persona. Mi mamá. Junto a su máquina de coser como lo había querido
toda su vida. Estaba igualita y nos saludamos un poco con lentitud por culpa
del vino que nos separaba y ella me perdonó por todo lo que le había hecho
cuando fui niño. Y nos pusimos a conversar y le dimos curso a la sin hueso y
después desapareció en medio de las burbujas, como un ánima.
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